El que pone la mesa, rompe el mantel

Mesa sin recoger © Jordi Verdés Padrón

«El que pone la mesa, rompe el mantel», esta expresión muy nuestra, muy canaria, es sin duda una verdad muy grande. Pues, siempre que invitas, como anfitrión, te desvives por dar lo mejor de lo mejor, ya sea en una pequeña reunión familiar, tenderete o similar. Vistes la mesa con las mejores galas. Pones todo tu cariño y amor en todo lo que cocinas y sirves en la mesa. Es el momento perfecto para dar lo mejor de ti a tus familiares y amigos. No sólo económicamente hablando, puesto que es preparar, elaborar, decorar. También implica atender, agasajar. Y cuando ya no puedes con tu vida, toca recoger, reorganizar y limpiar.

Esto se lleva en la sangre. Trabajar en la hostelería te debe de gustar, amar. Ya que estás dedicado a satisfacer y dar lo mejor de ti, cada vez que entra por la puerta cualquier cliente. Da lo mismo que sea una mesa intima de dos comensales a un evento de mil. Desde que el cliente entra en el comedor y toma asiento, espera ser atendido con cariño, respeto y esmero. Quiere disfrutar de la experiencia en global. Un buen servicio de mesa y una comida buena, diferente de lo que pueda comer en su casa, por muy cocinilla que sea.

Cuando estaba en octavo, tenía que tomar una decisión con mi futuro. Mi nota media era de bien, estudiando daba lo justo. Había hecho mío el hábito de mi hermano Carlos. Levantarme cuatro horas antes de que sonara el despertador para ir al cole, estudiar y aprobar. Soy la pequeña de cuatro hermanos, con lo que he visto cómo mis hermanos cursaban estudios universitarios y luego trabajaban con mis padres. No quería perder el tiempo. Sabía a quién dirigirme para salirme con la mía. «Papá, me gustaría estudiar cocina. ¿Me ayudas?». No sé como explicar con palabras cómo el rostro de mi padre cambió. Se iluminó. Hasta el día de hoy no sé cómo agradecer su apoyo y ayuda a la hora de convencer a mi madre. Te quiero papá.

Una cosa me llevó a la otra y tuve que salir de la cocina y formarme en el servicio de sala. Aunque esta profesión la he mamado desde pequeña, cuando sales de tu zona de confort, en este caso la cocina, las comandas desaparecen y empiezas a poner cara a los clientes, sus gustos, preferencias y manías, valoras mucho el trabajo de «los pies negros» (camareros/as). Al principio, la vergüenza se apoderó de mí. Parecía un pato mareado en el comedor, daba muchas vueltas para llegar el mismo punto. Con mucho cariño, me fueron enseñando. Todo tiene su proceso, al principio para habituarme al comedor me pusieron en la mesa de pase. Esta es una zona estratégica, pues ayuda a los nuevos a familiarizarse con los platos antes de pasar a la mesa y atender. Este puesto duré un fin de semana. Jugaba con ventaja, pues al trabajar en cocina, conocía la carta de cabo a rabo. Sin piedad ninguna, Jaquelín me dejó sola ante el peligro, el comedor Cañadas con una mesa de 20 comensales. No les voy a engañar, no me dejaron sola del todo, Jaquelín y Toñi, de vez en cuando se daban un salto para supervisar que estuviera todo en orden. Yo, tan feliz y orgullosa, inflada como una paloma. «Priscila, ¿le pusiste el postre al cliente? ¿No ves algo raro en la mesa? ¿No se te olvidó nada?» Para qué fue eso. Entré en el comedor con rapidez, miré la mesa y salí a responder a Jaquelín. «Jaque, está todo bien, he hecho todo lo que me enseñaste» «¿Segura?» «Sí» «Anda, entra, retira el plato de pan y cuando levantes el postre, limpias la mesa».

Antes de salir a sala, no apreciaba el trabajo que se realiza en mesa. No es sólo servir el plato que sale de cocina, va mucho más allá. Es romper literalmente el mantel, dejarte la piel, por y para el disfrute del cliente. Por ello amo esta profesión, pues es sin duda, la mayor demostración de amor que exista.

Priscila Gamonal

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