«Comer de un mismo caldero», para los antiguos griegos significaba compartir el mismo destino. «Estamos unidos en esta vida». De la misma manera que un buen caldero al inicio de la cocción, todos sus ingredientes están por separado, al pasar el tiempo estos se integran en el baile de la ebullición, creando una receta maravillosa que reúne alrededor del mismo a la familia, para unir, reconfortar y compartir el alimento.
En el Drago, siempre mis padres han dado mucha importancia a la comida de familia o equipo. Siempre la hora de la comida es sagrada, es a las doce, antes de que comience el servicio o se abran las puertas del restaurante. Escribiendo sobre este tema para el blog, me he percatado que siempre se elaboran platos de caldero, ricos y muy variados. Este ratito en el que disfrutamos de la comida casi siempre realizada por Fran, nos sentamos en una mesa amplia en donde el caldero es el rey pues está en el centro de la mesa. Esto nos da pie no solo para comer, también es la situación propicia para ponernos al día entre nosotros, hablar, reír, repetir, discutir e intentar arreglar el mundo, e incluso contar anécdotas del servicio. Ese caldero nos une, nos hace una familia.
Hoy quiero hablar de calderos. Me siento privilegiada, pues por suerte o desgracia, me he criado alrededor de calderos, hoyas, marmitas, milanas, vasijas de barro, bandejas gastronom, entre otros. Para nosotros, son pequeños tesoros que nos hacen la vida más fácil en la cocina. Aprendes a valorar con el paso del tiempo, que cada calderito o calderote que anda por la cocina tiene una historia. Que tiene un cometido específico y que, sin él, te verías desnudo. Vale, sí, siempre hay un «plan B». Aunque no creo que sea la única que tiene ese caldero favorito o que utiliza sólo para ciertas elaboraciones.
Vale, lo reconozco, tengo mis manías. Algunas heredadas y otras no, aunque en mi defensa diré que son manías con lógica. Por ejemplo, el caramelo. Siempre elaboro el caramelo en el mismo calderito de cobre. Puede arder troya que ese calderito sólo se usa para hacer caramelo, para nada más. Lo mismo me sucede con el potaje de berros. Llámame loca, cuando preparo el potaje en otro caldero, no queda igual. Lo mismo me pasa con las croquetas, tiene que ser sí o sí el caldero de hierro colado.
Me consuela saber que esta manía no es única mía, que muchos colegas de profesión se ven reflejada en ella. Incluso lo veo en mi propia familia. Mis dos abuelas tenían un caldero que sólo se usaba para una elaboración especifica. Mi abuena paterna, Asunción, elaboraba la bechamel en el mismo calderito de hierro colado con doble fondo. En cuanto al caramelo, con decir que el «famoso» calderito de bronce era suyo, creo que lo deja todo aclarado de por sí. Por otro lado, mi abuela materna, Concha, era única haciendo rosquetes. Tenía dos tipos uno crujiente y otro con almíbar. Para este último, ella tenía un calderito tipo rabiche pequeño con el que hacía el almíbar para los rosquetes. Siempre que sacaba el calderito significaba que era la tarde de los roquetes. ¡Qué recuerdos!
Por ello, los animo a cocinar. Cocina mucho. Utilizar calderos, da lo mismo el tipo de caldero, forma, material e incluso tamaño. Lo importante es cocinar y dejar el caldero en el centro de la mesa. Pues al sentarse alrededor del caldero, reforzamos vínculos. Es la ocasión perfecta para desconectar y reconectar con aquellos que forman parte de nuestras vidas, que son importantes.
Priscila Gamonal